
por HORACIO SHAWN-PÉREZ
Llegaste a Barcelona. Venías por Gaudí, las tapas, y quizás una versión decepcionante de lo que alguna vez imaginaste que era Europa. Pero, en vez de eso, te reciben con un chorro de agua en la cara, cortesía de un activista de 22 años con cuenta de Instagram y un máster en “decrecimiento urbano” de una universidad que pronto será convertida en hotel boutique. Bienvenido, extranjero. Bienvenido al espectáculo de la virtud radical. Bienvenido a la República Popular del Antiturismo.
En esta valiente nueva república ya no son las corporaciones, los políticos ni los flujos especulativos de capital los que moldean la experiencia urbana: sos vos, el turista. Vos, con tu mapa y tus sandalias, tu mochila North Face y esa mirada abierta y estúpida. Vos sos el virus. Vos sos el gentrificador. Vos sos la razón por la cual un departamento en El Raval cuesta dos riñones y un alma. Vos, pobre infeliz, sos el problema.
Seamos claros: el turismo masivo sí es un problema. Agota las infraestructuras, deforma las economías, disuelve los barrios hasta convertirlos en desiertos de Airbnb y reduce a la ciudad a un parque temático donde los locales hacen de empleados. Pero convertir esa crítica en un ataque a una jubilada polaca que soñó con ver el Prado desde 1972 no es política. Eso es teatro, y no uno bueno, sino un teatro caprichoso, cruel y estructuralmente analfabeto.
El sufrimiento urbano es real. Tiene nombres: desregulación, financiarización, austeridad y captura algorítmica de la planificación urbana. Las mismas manos que destruyeron el control de alquileres ahora señalan con el dedo al pasajero de Ryanair. Los mismos políticos que aprueban megaproyectos en nombre de la “competitividad global” se lavan las manos mientras los hijos de la clase media persiguen abuelas por Las Ramblas con pistolas de agua.
Los nuevos puritanos urbanos disfrazan su xenofobia de ecologismo. Hablan de sostenibilidad mientras toman negronis de 12 euros en terrazas que reemplazaron lavanderías públicas. Hablan el idioma de la comunidad, pero actúan con la claridad moral de una turba. Su enemigo siempre es visible, siempre pequeño, siempre más débil que el sistema que los hizo así.
Lo que vemos es el fascismo de la proximidad. Es más fácil odiar lo que tenés delante que lo que tenés encima. Es más fácil ponerle una calcomanía al turista que rastrear los flujos de capital de riesgo que compran y venden tu ciudad con un clic. Es más fácil intimidar a una familia de Sheffield que organizarse contra la privatización municipal del espacio público. Y esto no es casual. Así funciona la estructura de la política afectiva tardía: indignación privatizada, culpa microdirigida y una evacuación absoluta de escala.
Estos activistas, estos guerreros del baldazo callejero, heredan una cultura política que reemplazó el análisis por la óptica. Desean viralidad. Creen que la atención es una forma de poder y que el regaño es una forma de gobierno. Sus herramientas son emojis, slogans y ese momento cruelmente satisfactorio en que el viejo se sobresalta porque le mojaron el almuerzo. “Esto es la solidaridad,” susurran al lente de sus teléfonos. Y no. Esto es cobardía. Esto es lo que pasa cuando no leés.
Esto no es un movimiento antiturismo. Es un movimiento antipobre. Antiancianos. Anticualquiera-que-no-se-parece-a-vos-ni-habla-como-vos. Es una política de exclusión estética. Es clasismo pequeño-burgués vestido de virtud ecológica. Es un movimiento que no podría organizarse contra un desarrollo de lujo ni aunque lo construyeran sobre la tumba de su madre, pero que sí puede acosar a una adolescente colombiana por comer helado cerca de la Sagrada Familia.
¿Querés luchar contra el enemigo real? Luchá contra las leyes de zonificación que incentivan los condominios de lujo. Luchá contra los fondos buitre que compran media Palma. Luchá contra la industria de los cruceros. Luchá contra las directivas de la UE que atan la política urbana al flujo turístico. Luchá contra las plataformas que monetizan cada gesto, cada mirada, cada habitación libre.
Pero eso es difícil. Y no se vuelve viral. Y no te deja sentirte santo un domingo por la tarde mientras le gritás “volvete a tu casa” a una señora de mediana edad que no habla el idioma y pensó que tal vez podías indicarle el camino.
Lo que está en juego no es sólo la decencia sino la capacidad de mirar un sistema y ver más que sus efectos superficiales. Los turistas no crearon la crisis habitacional. El turismo no inventó el neoliberalismo. Eso sería como culpar a la cuchara por la sopa.
Por supuesto que hay que regular el turismo. Por supuesto que hay demasiada gente en muy pocos lugares. Pero la respuesta es política, no castigo. La respuesta es inteligencia, no sadismo teatral. Y la respuesta es solidaridad transfronteriza, no mini nacionalismos étnicos ejecutados por prefectos voluntarios con smartphones y delirios de grandeza.
Hay una diferencia entre crítica y crueldad. Entre justicia y catarsis. Entre organización y berrinche. Esta nueva furia antiturista no es un movimiento: es una pataleta. Y si continúa va a acabar con cualquier resto de legitimidad moral que le quede a la izquierda en las ciudades que dice defender.
Porque no importa cuán justo creas que es tu enojo: mojar a un desconocido en nombre de la justicia no te convierte en valiente. Te convierte en un imbécil.
Y los imbéciles no hacen mejores ciudades. Sólo las hacen más solitarias.