Cómo romper el ruido blanco

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por ZAINAB NAJEEB – Universidad Rutgers

Solía ser una niña ruidosa: cantaba, bailaba, hacía ruido dondequiera que iba. Pero después de la operación, todo cambió.

El hogar de infancia de Sonia nunca estuvo en silencio, pero su voz desapareció en el caos. Cuando 30 parientes lejanos llegaron de Waziristán, Pakistán, huyendo de la violencia de las operaciones militares, la pequeña casa de dos habitaciones de su familia en Peshawar se volvió insoportablemente llena. La sala de estar —alguna vez un lugar de juego— se convirtió en su nuevo dormitorio compartido con sus muchos primos. Su antigua habitación ahora albergaba a una familia de seis. El techo, antes abierto al cielo, estaba atestado de tiendas de campaña. El murmullo de la conversación incesante, los llantos de los niños inquietos, las reiteradas ansiedades de hombres y mujeres exhaustos llenaban el aire. Pero Sonia aprendió que su propia voz no tenía cabida en esta frecuencia. Le indicaron que guardara silencio, que no molestara y que no llamara la atención sobre sí misma.

“Tenía 11 años entonces. Incluso ahora siento que todavía me piden que me quede callada”.

Ahora, con veinte años, Sonia es una estudiante de pregrado en la Universidad de Peshawar. El desplazamiento que marcó su infancia no fue una tragedia aislada, sino parte de una perturbación más amplia en la región causada por la Operación Zarb-e-Azb, una ofensiva militar paquistaní de 2014 destinada a eliminar grupos militantes arraigados en las Áreas Tribales Administradas Federalmente (FATA), una región tribal extrajudicial fronteriza con Afganistán. La operación, como muchas otras en el pasado, fue presentada como una intervención necesaria que exigía una rápida acción militar contra las facciones terroristas refugiadas en la zona. Pero para más de un millón de familias pastunes desplazadas (con cifras oficiales aún subreportadas) la emergencia nunca terminó. El padre de Sonia, un funcionario provincial, pudo trasladar a su familia inmediata antes de lo peor de la crisis en 2010, pero su familia extendida, como incontables otras, se vio obligada a huir a pie, llegando a ciudades de acogida como Bannu y Peshawar con poco más que la ropa que llevaban puesta.

El ruido de la crisis ha definido durante mucho tiempo el lugar de las FATA en el mundo. Durante siglos, la región ha existido como una caja de resonancia de ansiedades externas: una periferia sin ley, un sitio de insurgencia, una frontera ingobernable. Bajo el dominio británico, se instrumentalizó como una “zona de amortiguamiento para la zona de amortiguamiento” para proteger las fronteras del imperio. En la década de 1980, la región se convirtió en un centro estratégico para los muyahidines apoyados internacionalmente durante el conflicto soviético-afgano. Después del 11-S, se securitizó aún más, convirtiéndose en sinónimo de bastiones talibanes, guerra de drones y operaciones antiterroristas. Más que un lugar, se convirtió en una metáfora: un territorio fuera de la ‘modernidad’, fuera de la ley, fuera de la historia, existiendo solo como un ejemplo de crisis crónica.

En 2018, el gobierno de Pakistán fusionó las FATA con la provincia vecina de Khyber Pakhtunkhwa (KP), afirmando poner fin a su gobernanza extrajudicial bajo el draconiano Reglamento de Crímenes Fronterizos, establecido por los británicos en 1901. La fusión se presentó como una señal de integración nacional, prometiendo acceso a la educación, el empleo y los derechos legales. Sin embargo, para las mujeres pastunes desplazadas, estas promesas no se han materializado. El marco legal puede haber cambiado, pero la frecuencia dominante permanece inalterada: un zumbido ensordecedor de retórica antiterrorista y discurso de seguridad que continúa dictando cómo se entiende, se discute y se gobierna la región.

La crisis sigue siendo la señal más fuerte que proviene de las FATA. Los medios locales e internacionales y el discurso académico la enmarcan abrumadoramente como un lugar atrapado en una emergencia perpetua. Para mujeres como Sonia, el ruido de la crisis es a la vez ensordecedor y silenciador. Sus historias rara vez superan la estática de las preocupaciones de seguridad, sus luchas desestimadas como secundarias frente al escenario geopolítico más amplio. Sin embargo, en medio de esta interferencia, las mujeres pastunes están creando formas alternativas de ser escuchadas. Ya sea a través de la educación formal, el activismo en redes sociales o la organización comunitaria, están alterando la narrativa dominante, no gritando por encima del ruido, sino cambiando la frecuencia por completo.

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La crisis como ruido blanco: ¿Qué queda ahogado?

Las antropólogas Janet Roitman y Joseph Masco muestran cómo el “discurso de crisis” moldea las realidades políticas al producir un sentido permanente de emergencia que exige urgencia moral mientras oscurece el daño estructural. En Pakistán, esta lógica define la relación del estado con sus zonas fronterizas, priorizando la supervivencia sobre cualquier posibilidad revolucionaria. A las FATA no se las trata como una región afectada por la crisis; se las imagina como un espacio que contiene la crisis del resto del país. Este encuadre justifica la gobernanza militarizada y las medidas excepcionales, mientras desplaza la necesidad de reformas a largo plazo en educación, libertad de expresión y autonomía corporal, especialmente para las mujeres pastunes que son marginadas en la intersección de su etnia e identidad de género.

Pero, ¿qué sucede cuando la crisis no es un evento sino una estrategia narrativa? ¿Qué sucede cuando un lugar está atrapado en un estado de emergencia interminable, donde solo ciertas voces se consideran dignas de ser escuchadas? Para las mujeres pastunes, significa vivir en una realidad donde sus luchas diarias, como la educación, la movilidad y la dignidad, son desestimadas como ruido de fondo. La verdadera crisis, entonces, no es solo la violencia de la guerra, sino su silenciamiento sistémico.

El silencio como supervivencia: La autovigilancia de las mujeres pastunes en la educación superior

Conocí a Sonia durante mi trabajo de campo en un seminario semestral en la Universidad de Peshawar. Casi el 40 por ciento del aula eran mujeres, pero a medida que se desarrollaba la discusión, quedó claro que el espacio no les pertenecía. Los hombres dominaban cada debate, interrumpiendo libremente y interactuando directamente con el profesor, mientras las mujeres se sentaban en silencio, evitando el contacto visual, su presencia marcada solo por su silencio.

No era la falta de conocimiento lo que las mantenía calladas. En conversaciones con profesores, supe que las estudiantes consistentemente superaban a sus compañeros varones en exámenes escritos y tareas. Su silencio en clase no se debía a la capacidad o la confianza, sino a la supervivencia.

“Si una chica habla demasiado en clase o se junta con chicos, se la considera demasiado ‘audaz’, incluso desvergonzada”, dijo Tania, una estudiante de segundo año. “Los estudiantes varones cotillean sobre nosotras. Si una chica es franca, la acosan: pidiéndole su número, tomando fotos en secreto, incluso publicándolas en línea”.

Para las mujeres pastunes, el silencio que se les impone no es nuevo, pero se ha normalizado incluso dentro de los llamados espacios progresistas. Si bien la educación pública se presenta como un bien moral e incluso una oportunidad que surge del desplazamiento a centros urbanos, las universidades no prometen igualdad de autoexpresión. Muchas mujeres vienen aquí sabiendo que no serán escuchadas, pero valoran su educación lo suficiente como para soportar estos desafíos. “No guardamos silencio porque no nos importe. Guardamos silencio porque sabemos lo que sucede cuando no lo hacemos”, agregó Sonia.

Esto fue especialmente claro en mis conversaciones con Maimoona, una estudiante callada pero decidida de Waziristán, que ahora estudia ingeniería eléctrica en la Universidad de Punjab en Lahore. Su padre se había mudado a Lahore décadas antes, esperando un futuro mejor. Pero la educación superior tuvo un costo.

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“Toda mi familia extendida boicoteó a mi padre por permitir que sus hijas estudiaran y trabajaran”, me dijo. “Dicen que hemos deshonrado a la familia. Mi padre me dice que no escuche, pero sé que siente el peso de su juicio”.

El costo de la participación política

La autovigilancia de las mujeres pastunes no es una señal de pasividad, sino una estrategia de supervivencia en un mundo que aún no ha hecho espacio para sus voces. Sin embargo, más allá de los espacios académicos, los límites del silencio se estrechan aún más. La participación de las mujeres pastunes en movimientos políticos a menudo se considera secundaria. Incluso dentro de los movimientos nacionalistas y de izquierda pastunes progresistas, persiste la suposición de que la política pertenece a los hombres, mientras que las mujeres deben apoyar desde la barrera.

Para aquellas que intentan traspasar estos márgenes, el costo es alto. Asistir a una protesta, hablar en un mitin o incluso estar presente en espacios políticos invita al escrutinio de sus familias. El razonamiento es siempre el mismo: no es prohibición, sino protección. Los hombres insisten en que, en protestas abrumadoramente dominadas por hombres, no se puede garantizar la seguridad de una mujer. Sin embargo, esta postura protectora funciona como un mecanismo de control, asegurando que las mujeres sean sistemáticamente excluidas del discurso político por completo.

Este temor no es infundado; ha habido ataques selectivos contra mujeres pastunes políticamente activas, incluidas tácticas de intimidación de género como una mayor vigilancia, amenazas de detención y humillación pública para desalentar su presencia.

Para muchas mujeres pastunes, el precio de la visibilidad es el exilio. Aquellas que se atreven a hablar a menudo se encuentran sin un lugar al que llamar hogar. Algunas se han visto obligadas a huir del país, su activismo convirtiéndolas en blancos de represión, extendida también hacia sus familias, ejemplificando la amenaza del castigo colectivo.

Cambiando la frecuencia: Activismo en línea y desafío cotidiano

En un entorno tan sofocante, uno de los espacios de resistencia más significativos es la esfera digital. Si bien las plataformas políticas tradicionales siguen siendo inaccesibles para muchas mujeres, las redes sociales se han convertido en su arena preferida para la promoción, la narración de historias y la solidaridad. Plataformas como Twitter, Facebook y WhatsApp permiten a las mujeres pastunes desplazadas documentar sus realidades, amplificar sus voces y conectarse con movimientos feministas y políticos más amplios, manteniendo un relativo anonimato.

Un ejemplo de esto es Waak Tehreek —que significa Movimiento por el “Control o Empoderamiento” en pastún. Este movimiento de base por los derechos de las mujeres aboga por los derechos políticos, económicos y legales de las mujeres pastunes en todo Pakistán. Rechazando la narrativa de crisis, Waak Tehreek se niega a ver a las mujeres pastunes como víctimas o amenazas a la seguridad. En cambio, destaca sus roles como actoras políticas, organizadoras comunitarias y contribuyentes económicas.

A través de discusiones en línea sobre derechos de herencia, independencia económica y movilidad, el movimiento desafía tanto las políticas estatales que marginan a las mujeres pastunes como las restricciones culturales internas que las confinan a la esfera doméstica. Al fomentar la solidaridad digital y presencial, Waak Tehreek se ha convertido en una contranarrativa a las representaciones convencionales de las mujeres pastunes como sin voz u oprimidas.

Además, a pesar de las restricciones a su movilidad y visibilidad, las mujeres pastunes han encontrado formas de participar activamente en el Movimiento Pashtun Tahaffuz (PTM), un movimiento de derechos civiles que exige el fin de las desapariciones forzadas, los excesos militares y la discriminación sistémica contra los pastunes. Si bien muchas mujeres no pueden asistir a las protestas debido a restricciones sociales y de seguridad, desempeñan un papel crucial en la movilización de apoyo en línea, amplificando las demandas del PTM a través del activismo digital y documentando los abusos de los derechos humanos en las redes sociales. Algunas mujeres, particularmente aquellas que han perdido familiares por desapariciones forzadas, han asumido roles de liderazgo visibles, hablando en mítines y desafiando la narrativa de crisis del estado.

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Más allá de la crisis: Vivir, reír y prosperar en línea

Aun cuando las mujeres pastunes utilizan cada vez más las redes sociales para la promoción y el activismo, su presencia en línea sigue limitada por los persistentes temores de vigilancia, represalias y repercusiones sociales, lo que las obliga a cuidar cuidadosamente el anonimato como escudo. Pero los espacios en línea no son solo para el activismo. Las mujeres pastunes están utilizando plataformas digitales para algo más que la supervivencia: las están utilizando para construir comunidad, expresarse y encontrar alegría.

Snapchat se ha convertido en una plataforma particularmente querida entre las jóvenes pastunes, no solo por su configuración de privacidad sino por su naturaleza efímera. A diferencia de Twitter o Facebook, donde las publicaciones pueden archivarse, compartirse y examinarse, los mensajes que desaparecen de Snapchat crean un espacio fugaz y de bajo riesgo para la autoexpresión. Les permite desahogarse, bromear, compartir fragmentos de sus vidas y conectarse con amigos sin dejar una huella digital permanente.

Algunas utilizan estas plataformas para formar amistades transfronterizas. Muchas mujeres pastunes en Peshawar, Lahore y Karachi tienen “amigas por correspondencia” en línea de la diáspora pastún, creando un sentido de pertenencia que trasciende las fronteras nacionales.

Otras han convertido su presencia en línea en un salvavidas económico. Amna, por ejemplo, aprovechó las plataformas digitales para iniciar un programa de ejercicios en línea, atrayendo clientes internacionales para mantenerse mientras cursaba un MBA en Peshawar.

Conclusión: Rompiendo el ruido

Sonia nunca se vio a sí misma como una activista. Alguna vez creyó que el cambio solo provenía de aquellos que podían marchar en protestas callejeras, hablar en escenarios o liderar movimientos. Pero cuando se topó con Waak Tehreek, algo cambió. Al desplazarse por las publicaciones que destacaban los esfuerzos de las mujeres pastunes para lograr la independencia económica, la participación política y los derechos de género, vio a mujeres como ella: desplazadas, silenciadas, pero aún luchando por ser escuchadas.

Comenzó de a poco: publicaciones anónimas sobre su experiencia como estudiante, una mujer pastún desplazada navegando por sí misma el ruido de la crisis y la urbanidad. Comenzó a unirse a discusiones en línea, leyendo sobre los derechos legales que nunca le habían enseñado en la escuela. Finalmente, comenzó a asesorar a mujeres pastunes más jóvenes que llegaban a Peshawar, formando una comunidad.

Puede que Sonia nunca sostenga un megáfono en una protesta, pero en los rincones de internet, está remodelando la frecuencia, convirtiendo las frustraciones susurradas en resistencia colectiva.

El estado paquistaní, los medios occidentales y el discurso académico dictan qué luchas importan y cuáles quedan relegadas al ruido de fondo. El terrorismo, la contrainsurgencia y las estrategias militares dominan la conversación, mientras que la privación económica, la violencia de género y la supervivencia cotidiana se filtran. Pero Sonia y miles de mujeres como ella se niegan a ser borradas. A través de la educación formal, el activismo digital y la organización de base, están demostrando que sus voces —sin importar cuán inconvenientes o incómodas sean— son señales de cambio.

La maquinaria de la crisis puede seguir ahogándolas. Pero ellas están hablando, escribiendo y organizándose. Y de una forma u otra, el mundo tendrá que escuchar.

Fuente: AAA/ Traducción: Maggie Tarlo

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Observatorio de ciencias antropológicas.

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