Toma uno gratis: Sobre pines, stickers y la semiótica de la generosidad punk

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por HALEY BLISS – CUNY

La otra semana terminé en el Bovine Sex Club de Toronto. Esa frase debería bastar, pero claro, nunca es suficiente. No estaba ahí por motivos antropológicos, aunque la antropología, como un tatuaje mal hecho, nunca desaparece del todo. Tampoco fui por la banda (los Mendozaz, que estuvieron bien, ruidosos en los momentos justos, con la actitud correcta), sino más bien por la cerveza, porque alguien me llevó y porque no había que pagar entrada. Esa última parte me pareció la razón más honesta por la que alguien va a cualquier parte últimamente.

Entre el segundo vaso y la tercera canción punk, deambulé hasta la mesa de merch. Ya saben cómo es: camisetas dobladas como ofrendas sagradas, CDs (sí, todavía), tal vez uno que otro casete para los estetas más fieles. Pero entonces, debajo de todo, casi como si se hubieran olvidado, o como si los hubieran puesto ahí a propósito, para que estén más cerca de quien pasa, un puñado de pines y stickers. Totalmente gratis. El breve letrero con los precios lo confirmaba: GRATIS. Sin trampa. Sin código QR. Sin formulario. Solo: adelante.

Y aquí viene la pregunta que fingiré que es accidental, pero no lo es: ¿por qué siguen existiendo los pines y stickers gratis?

A primera vista es marketing, por supuesto. Promoción de bajo costo. El SEO del punk. Tomas un sticker, lo pegas en tu botella de agua, y listo, te convertiste en embajador no remunerado. Pero esa explicación es demasiado limpia, demasiado capitalista, demasiado para panel de SXSW. En realidad estos objetos funcionan dentro de una economía más extraña: una economía de afiliación ambigua, de obsequios semióticos, de participación sin compromiso. No son exactamente souvenirs, pero tampoco propaganda. Son declaraciones de lazos débiles, dispositivos de señalización que no gritan, sino que susurran: “Estuve ahí. Más o menos. Al menos toqué la mesa”.

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La lógica del sticker gratis se parece a la lógica del fanzine, del parche, del CD grabado. Es lo opuesto a la escasez. Es abundancia disfrazada de minucia. Dice: “Hicimos demasiados, pero los hicimos para ti”. Y en un mundo hiperoptimizado para monetizar cada gesto, ese excedente se siente radical. No porque rechace el capitalismo por completo —la mayoría de las bandas preferiría que compres la camiseta— sino porque opera en un costado, como una misión secundaria que resulta ser la historia principal.

Los stickers son pequeños ritos de paso. Te agachas, tomas uno, tal vez haces como que eliges con cuidado, pero en realidad solo estás actuando el gesto de recibir. Y al recibir, te están invitando. A qué, exactamente, no queda claro, lo cual es parte del encanto. El punk siempre ha sido alérgico a la claridad. El regalo es lo bastante pequeño como para olvidarlo, pero lo suficientemente adhesivo como para que se te quede pegado. A veces literalmente.

Si las economías del don, como enseñó Marcel Mauss, se basan en obligaciones (dar, recibir, devolver), el sticker punk interrumpe la tercera parte. No exige nada a cambio. No hay seguimiento, ni consecuencias. No es Burning Man con su performance de la no-comercialidad; es algo más humilde, más duradero. No tienes que construir un templo y luego quemarlo. Solo tienes que pegar un cuadrito de vinilo en tu laptop y seguir con tu vida.

Algo persiste en ese gesto menor. Algo circula. No es una moneda, sino una textura. Un recordatorio de que no todo tiene que ser optimizado, rastreado o vendido. Algunas cosas pueden simplemente… existir. Sobre todo si vienen impresas con acabado brillante y dicen cosas como “YO ❤ EL RUIDO.”

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El sticker es un mensaje, sí, pero también es un método. Una forma de organizar significado sin organizar gente. Una táctica más que una estrategia. Se mueve con la fantasía de que alguien, en algún lugar, lo verá. Tal vez hasta le importe. O tal vez no. Y eso también está bien.

Y ese es el asunto con los pines y stickers gratis: no son promesas. No son contratos. Son actos de afiliación tenues. Toques ligeros en un mundo pesado. No intentan convencerte de nada, en realidad. Solo están ahí. Como ruido de fondo. O como los Mendozaz, todavía tocando mientras salía a la noche de Toronto, sticker en mano, un poco mareada y extrañamente, por un momento, libre.

Fuente: The Human Thread/ Traducción: Maggie Tarlo

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Observatorio de ciencias antropológicas.

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