
por SABRINA DUSE – Universidad Municipal de Nueva York
La filosofía tiene un problema de dicción. A primera vista parece un código inventado por aristócratas franceses del siglo XVII y luego hackeado por alemanes que vivían en el bosque, convencidos de que la gramática era violencia y que los párrafos eran para cobardes. Abres El ser y el tiempo o La diferencia y la repetición y sientes que te están castigando por hacer preguntas grandes. Las palabras son largas. La sintaxis es cruel. Todo parece más difícil de lo necesario. Que es, en parte, la idea.
Hay un placer adolescente en decir algo raro y ver cómo alguien asiente como si hubiera entendido. Es el truco de magia académico más viejo del mundo: dices “reificación” y un aula entera de estudiantes de seminario finge que no lo buscó en Google hace dos horas. Pero detrás del truco hay un problema real: mucha filosofía sí usa un lenguaje inusual, no para ser oscura, sino para ser precisa. Y en filosofía, la precisión suele implicar invención conceptual. Y la invención es un proceso sucio, violento.
Los conceptos no son palabras elegantes para cosas simples. Son herramientas diseñadas para captar estructuras complejas del pensamiento. “Dasein”, “agenciamiento” o “biopolítica” no son lujos para presumir erudición. Son dispositivos. Máquinas en miniatura. No hace falta adorarlos, pero sí entender qué hacen. Y eso requiere trabajo. El problema no es que el lenguaje filosófico sea demasiado extraño. El problema es esperar que entender algo sea instantáneo. Eso no es filosofía. Eso es soporte técnico.
Del otro lado está el anti-filósofo: el pensador populista que promete hacer todo simple. La ética como si fuera avena. La ontología como mindfulness. Y esa seducción también tiene fuerza: “No te preocupes, te explicaré a Spinoza usando Tinder”. Pero si simplificas todo, también lo achatas. Colapsas la distancia entre tú y la idea, lo cual se siente bien, pero hace más difícil pensar. La complejidad no es elitista. Es honesta.
Claro que hay charlatanes. Escritores que inflan cada oración con latinajos porque temen que la claridad los delate. Y sí, ciertos rincones de la teoría francesa parecen arte performático para sádicos. Pero la solución no es exigir “lenguaje claro” como si fuera una nota interna del departamento de recursos humanos. La solución es tratar a la filosofía como lo que es: un trabajo serio, difícil, lúdico, doloroso. Y dejar de pensar que cualquier disciplina que no venga pre-masticada es una estafa.
Aprender un término filosófico nuevo no debería sentirse como entrar a una secta. Debería sentirse como adquirir una herramienta que hace el mundo más legible (o más raro). No todas las palabras son martillos. Algunas son bisturís. O diapasones. Lo importante es aprender a usarlas antes de empezar a arrojárselas a tus enemigos en Twitter.
Entonces, ¿qué hacer? No rechaces la complejidad, pero tampoco la fetichices. Aprende las palabras. Pregunta qué hacen. Investiga de dónde vienen. Si alguien dice “hecceidad”, no pongas los ojos en blanco. Pregúntale si lo dice en serio. Y después por qué. Si no sabe, encontraste a un farsante. Si sabe, felicitaciones: estás en una conversación que vale la pena.
La filosofía no está para reconfortarte. No está para sonar como una charla TED. Está para presionar contra los límites del lenguaje y el sentido. A veces lastima. A veces es aburrida. A menudo es torpe. De vez en cuando reconfigura tu cerebro de un modo que nada más puede hacerlo.
Y eso bien vale unas cuantas palabras raras.
Fuente: Some Philosophy/ Traducción: Alina Klingsmen