Los antropólogos escriben mejor que nadie

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Carolina Arriada

por ALEXANDRA CAGE – Universidad de Toronto

La academia está llena de libros que se leen con la misma emoción que un manual de electrodomésticos. Los antropólogos, sin embargo, parecen escaparse con cierta frecuencia de esa condena. No todos, claro: la antropología también produce su cuota de volúmenes ilegibles, cargados de jerga y de páginas que parecen diseñadas para espantar a cualquier lector curioso. Pero cuando un antropólogo escribe bien, escribe muy bien. Y en comparación con disciplinas vecinas —la sociología, la ciencia política, la historia, incluso la filosofía— los casos de escritura memorable son más frecuentes, más densos, más potentes. La pregunta es por qué.

Tal vez la clave esté en la materia prima. La antropología no se dedica únicamente a contar hechos, sino a observar cómo los humanos fabrican sentido en lo más trivial de su vida diaria. Ese trabajo exige una sensibilidad narrativa que otras disciplinas rara vez cultivan. Un sociólogo puede conformarse con tablas, un economista con un modelo predictivo, un físico con una fórmula. El antropólogo, en cambio, tiene que narrar. No puede hablar de un ritual sin mostrar cómo huele el incienso, cómo se deslizan las palabras en boca de los participantes, cómo se sostiene la tensión de un silencio. La descripción densa, como la llamó Clifford Geertz, obliga a un registro casi literario: no basta con decir qué pasó, hay que transmitir cómo se sintió.

Por eso, incluso los clásicos antropológicos tienen la textura de la literatura. Los argonautas del Pacífico Occidental (1922) de Bronislaw Malinowski no solo inventa el trabajo de campo moderno, también inaugura un género narrativo: la crónica etnográfica. Malinowski describe la expedición de los trobriandeses en su sistema de intercambio Kula con un detalle casi novelesco. Al leerlo, se imaginan las canoas deslizándose por el mar, los collares rojos y brazaletes blancos que circulan en direcciones opuestas, las tensiones políticas detrás de cada gesto ceremonial. No es solo análisis: es relato. Y aunque Malinowski fuera un misógino bastante desagradable en su vida privada (como lo revelaron sus diarios íntimos), sus libros muestran algo que rara vez aparece en otras ciencias sociales: ritmo, color, carne.

Comparemos esto con la sociología. Durkheim en El suicidio escribe con precisión, pero con un estilo clínico que anula cualquier placer. Max Weber es brillante, pero su prosa alemana, incluso en traducción, tiene la densidad de un ladrillo. Pierre Bourdieu, canonizado hasta el hartazgo, elevó la jerga a un nivel casi terrorista: páginas y páginas que parecen castigar al lector por atreverse a entrar. Hay excepciones —Richard Sennett, por ejemplo, tiene libros leíbles, a veces hasta bellos— pero la regla es otra: escritura que sirve de vehículo para ideas, no escritura que se vuelve experiencia en sí misma.

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La historia, paradójicamente, suele ser peor. La historia debería tener todas las condiciones para narrar bien: personajes, tramas, conflictos, clímax. Y sin embargo, los historiadores académicos producen toneladas de textos áridos, obsesionados con fechas, archivos y notas al pie que interrumpen cualquier fluidez. Cuando intentan escribir para el gran público, el resultado a menudo es todavía peor: una especie de novela mal disfrazada, con giros exclamativos, adverbios descontrolados y moralejas simplonas. El bestseller histórico, salvo excepciones, es la prueba de que aspirar a la divulgación no significa lograrla.

La antropología, en cambio, convive desde siempre con una tensión productiva: necesita convencer al colega académico, pero también capturar lo vivido. Ese doble compromiso genera una prosa extraña, híbrida, a veces brillante. Lévi-Strauss en Tristes trópicos (1955) escribió un libro que es al mismo tiempo autobiografía, etnografía, ensayo filosófico y obra literaria. No es casualidad que fuera finalista del Premio Goncourt. Su descripción de los viajes por Brasil no se limita a enumerar costumbres indígenas: despliega un sentimiento de pérdida, de nostalgia anticipada por un mundo que ya se desmoronaba bajo el peso del colonialismo. Ningún sociólogo, ningún historiador, logró escribir algo semejante.

¿Por qué esta diferencia? Una hipótesis: la antropología está condenada a reflexionar sobre su propia práctica. El antropólogo nunca puede ocultar del todo su presencia; siempre está allí, tomando notas, mediando entre culturas, traduciéndose a sí mismo mientras traduce al otro. Ese vaivén obliga a una autoconciencia que roza la escritura literaria. Mientras el físico puede desaparecer detrás de su fórmula, el antropólogo no puede escapar de su voz. Y esa voz, cuando se trabaja bien, se convierte en estilo.

Otra hipótesis: la antropología, al ocuparse de lo aparentemente banal —cómo se saluda la gente, cómo se cocina, cómo se entierra a los muertos— se aproxima al terreno de la literatura. Los novelistas también escriben sobre la banalidad. Tolstói describía cómo Anna Karenina se arreglaba un guante; García Márquez contaba la textura de la sopa en Macondo. El antropólogo hace lo mismo con el ritual, el parentesco o la economía doméstica. La diferencia es que lo suyo no es ficción. Pero la mirada, la obsesión por el detalle, es compartida.

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Ejemplos sobran. Veamos a Veena Das, que escribe sobre la violencia en la India con un pulso que recuerda más a la poesía que a la estadística. O a Michael Taussig, que convierte la selva colombiana en un escenario surrealista, plagado de oro, cocaína y fantasmas coloniales. O a Eduardo Viveiros de Castro, que logra que conceptos amazónicos como el “perspectivismo” se lean como un manifiesto filosófico radical. En todos ellos hay teoría, pero también hay ritmo, imágenes, giros inesperados.

Claro, no todo es brillante. La antropología contemporánea también produce bibliografía ilegible. Basta hojear ciertos manuales de “teoría de la práctica” o de “materialidades posthumanas” para encontrarse con párrafos que parecen generados por un bot entrenado en Deleuze y Derrida. Pero incluso allí, en la franja más enrevesada, la antropología conserva una relación con lo narrativo que otras disciplinas olvidaron. Hasta el texto más barroco suele tener, al menos en las primeras páginas, una escena de campo, un fragmento etnográfico que recuerda que alguien estuvo allí, mirando, escuchando.

En contraste, los filósofos tienden al monólogo abstracto. Algunos escriben con brillantez —Nietzsche, Benjamin, Simone Weil—, pero la mayoría cae en la tentación de construir sistemas cerrados, blindados contra el lector común. Los economistas, por su parte, han abandonado toda pretensión de estilo: basta con el gráfico y el paper en inglés estándar. La escritura es accesorio, no parte del argumento.

La diferencia, en última instancia, radica en la relación con la experiencia, y ésta es otra hipótesis. La antropología no puede prescindir de la experiencia. Incluso cuando teoriza en niveles altísimos, su legitimidad depende de ese momento inicial en el que alguien estuvo allí, presenció algo, trató de entenderlo y decidió contarlo. Esa obligación de contar, de transmitir, de hacer sentir, se filtra en la prosa. Y por eso, cuando los antropólogos escriben bien, producen libros que no solo informan: transforman la manera de ver el mundo.

Pensemos en Pureza y peligro (1966) de Mary Douglas, un tratado sobre lo puro y lo impuro que se lee como un ensayo cultural que va de la Biblia al baño moderno. O en Las estructuras elementales del parentesco (1949), donde Lévi-Strauss convierte la aridez del parentesco en un mapa fascinante de prohibiciones y deseos. O en Writing Culture (1986), donde James Clifford y George Marcus pusieron en evidencia la dimensión literaria de toda etnografía, obligando a generaciones de antropólogos a reconocer que su trabajo no era solo ciencia, sino también narrativa.

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Ese es el secreto: la antropología nunca pudo ser del todo ciencia, ni del todo literatura. Y en esa imposibilidad encontró su fuerza. Mientras otras disciplinas se atrincheran en la objetividad o se entregan a la divulgación facilista, la antropología flota en un limbo incómodo. Esa incomodidad obliga a escribir mejor. A inventar géneros híbridos, a buscar un tono que pueda sostener la tensión entre lo vivido y lo pensado.

La ironía es que, a pesar de esta potencia, los antropólogos rara vez reciben reconocimiento fuera de la academia. Sus libros circulan en círculos pequeños y los que logran cruzar al gran público son pocos. Pero cuando lo hacen, dejan huella. Tristes trópicos, Los argonautas, Pureza y peligro, El hombre desnudo, La interpretación de las culturas. Ningún otro campo académico tiene una lista semejante de obras que se leen con el mismo respeto en seminarios universitarios y en cafés literarios.

La conclusión es incómoda, pero inevitable: los antropólogos son los mejores escritores de la academia. No porque todos lo sean, sino porque sus condiciones de producción los empujan hacia allí. La materia prima, la obligación de narrar, la autoconciencia de la práctica y la tensión entre ciencia y literatura crean un caldo que, de vez en cuando, produce textos extraordinarios.

Por eso, al cruzarte con un libro de antropología bien escrito, la sensación es distinta a la de cualquier otra disciplina. No es solo que se aprenda algo nuevo: es que cambia la forma de mirar lo banal. El saludo, el mercado, la cocina, el duelo, el rumor, la música, el pasado, el amor: todo adquiere densidad. Y esa densidad, trabajada con prosa precisa, convierte la antropología en la disciplina más literaria de todas.

En un mundo académico dominado por papers que nadie lee, la antropología recuerda que escribir también es pensar. Y que pensar, si no logra decirse con claridad, es como ese árbol que cae en el bosque sin que nadie lo oiga.

Literary & Cultural Studies Review. Traducción: Maggie Tarlo

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Observatorio de ciencias antropológicas.

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