Turistas en Machu Picchu

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por HALEY BLISS – CUNY

Machu Picchu es a la vez un símbolo y una paradoja. Es la cumbre del patrimonio andino y una ciudad inca sin incas. Existe en un doble estado: como ruina y como espectáculo, como sitio arqueológico y como escenario en el que se representan identidades modernas. Esta es la contradicción de todos los sitios turísticos, pero aquí, a 2.430 metros sobre el nivel del mar, se agudiza. Las ruinas de Machu Picchu son inseparables de quienes las visitan. Sin la mirada humana, estas piedras no serían más que conjuntos de rocas olvidadas, erosionadas gradualmente por el viento y la lluvia. Y, sin embargo, la gente que viene es a menudo insoportable.

Los turistas son una plaga para las maravillas del mundo. Bloquean los caminos sacándose selfies, visten ponchos baratos que compraron para la foto en lugar de para el clima, publican fotos geolocalizadas que no anuncian una experiencia sino una conquista. Tocan lo que no deben tocar, gritan donde debería reinar el silencio y llegan en hordas que transforman el lugar en algo que nunca estuvo destinado a ser. Los turistas creen que están presenciando la historia, pero en realidad son parte de un ciclo de destrucción. En el momento en que Hiram Bingham “descubrió” Machu Picchu y lo convirtió en un espectáculo mundial, su destino estaba sellado: sería admirado hasta el olvido.

Pero odiar a los turistas también es malinterpretarlos. La verdadera tragedia es que están aquí porque están buscando algo. Tal vez sea autenticidad, tal vez sea trascendencia, tal vez simplemente la validación de haber estado allí. La modernidad los entrenó para creer que un lugar como Machu Picchu les dará significado, que su grandeza cambiará su comprensión del mundo. ¿Y cómo podrían no creerlo? El mundo se los dijo. Pero la experiencia es hueca. Se paran frente al Templo del Sol y, en lugar de sentir el peso de la historia, buscan sus teléfonos. El momento se fue antes de llegar.

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Machu Picchu ya no es una ciudadela andina sino un mercado de identidad. Los visitantes vienen, no para presenciar las ruinas, sino para presenciarse a sí mismos dentro de ellas. Colocan sus cuerpos frente a las piedras como prueba de su presencia. No preguntan qué significan esos muros, sino cómo saldrán en la foto. Se sienten atraídos por Machu Picchu no por lo que es, sino por lo que les permite convertirse en una persona que estuvo en Machu Picchu.

Y, sin embargo, son estas personas, estos turistas molestos, desprevenidos, con palos de selfie, históricamente indiferentes, quienes mantienen vivo el sitio. Son la razón por la que está protegido, la razón por la que sigue siendo parte de la conciencia global. Sin ellos, Machu Picchu caería en la irrelevancia, otra ciudad olvidada invadida por el musgo y el tiempo. Su presencia, por frustrante que pueda ser, afirma la importancia del sitio. Tal vez sea una afirmación superficial, pero es una afirmación al fin y al cabo.

Desear un Machu Picchu vacío es desear su muerte. El silencio de las ruinas no es sagrado; es definitivo. El significado requiere una audiencia. Y así los turistas seguirán llegando, arruinando el momento mientras lo preservan, burlándose de la historia mientras se aseguran de que nunca se olvide.

Fuente: The Human Thread/ Traducción: Alina Klingsmen

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Observatorio de ciencias antropológicas.

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