
por ELIZABETH SVOBODA
¿Quién no está obsesionado con la metamorfosis? Desde el clásico infantil La oruga muy hambrienta (The Very Hungry Caterpillar), que se atiborra para alimentar su espectacular cambio de forma, hasta los renacuajos sin patas que crecen para saltar más de 20 veces la longitud de su cuerpo, nos fascinan las criaturas que aparecen con un aspecto y luego se transforman de la noche a la mañana en algo distinto. Es lo más parecido a la magia que la biología dura y pura puede conjurar.
En Metamorphosis: A Natural and Human History (Metamorfosis: Una historia natural y humana), el historiador de la ciencia Oren Harman se entrega a nuestra obsesión colectiva y expande sus fronteras de maneras sorprendentes. Inspirado por el inminente nacimiento de su tercer hijo, Harman explora la sorprendente minuciosidad del cambio biológico, extrayendo de su investigación para reflexionar de forma más amplia sobre la transformación personal y social. “Las lunas se hacen hebras, las semillas brotan, los imperios se levantan y se desmoronan”, escribe. “Todo en el mundo que nos rodea, incluyendo nuestros cuerpos, está en constante flujo”.
El flujo y el drama que lo acompaña son un territorio natural para Harman, cuyo libro de 2010, The Price of Altruism, narra la vida del genetista George Price, un renegado que escenificó su propia metamorfosis de padre irresponsable a protector de los desamparados. En su libro más reciente, Harman se vuelve aún más detallado. No solo disecciona la mecánica de cómo los seres vivos pasan de una forma a otra, sino que también indaga en las vidas de científicos menos conocidos que estaban empeñados en descifrar cómo ocurre esto.
Entre las figuras que Harman saca a la luz se encuentra la naturalista y pintora alemana del siglo XVII Maria Sibylla Merian, quien estaba tan impulsada a registrar las etapas de la metamorfosis de los insectos que vagaba por campos lejanos a todas horas del día y de la noche para recolectar su presa: orugas que algún día se convertirían en polillas salpicadas, polillas gitanas o mariposas pavo real. Luego las alojaba en el ático y esperaba –a veces semanas, a veces meses– a que su desarrollo prosiguiera.
Cuando un insecto finalmente comenzaba a transformarse, Merian “dejaba todo lo demás”, escribe Harman. “Luego corría por sus pigmentos, sus pinceles y su vitela. A veces en la oscuridad de la noche”. Al igual que las criaturas que estudiaba, la propia Merian pasó por una serie de cambios radicales: de sectaria a pensadora independiente, de esposa devota a divorciada, de habitante de la ciudad a exploradora de la selva.
Gracias a las bases que sentaron Merian y otros pioneros, los científicos comenzaron a descifrar las señales genéticas y químicas que dirigían la transformación radical. Las orugas en fase de pupa podrían parecer disolverse temporalmente en una baba, pero como descubrió el entomólogo británico Vincent Wigglesworth, su recorrido es mucho más ordenado —y más continuo— de lo que parece. Lo que parece baba en realidad contiene “discos” ocultos de células, listos para transformarse en alas, ojos y órganos sexuales cuando son activados por las señales químicas correctas. “La pupa no era, de hecho, un montón de pringue y papilla”, escribe Harman. “En cambio, todo dentro tenía su lugar”.
En su mayor parte, sostiene Harman, el quid de la metamorfosis es el compromiso. Una dosis oportuna de la hormona correcta determina si la piel exterior de una oruga se endurece hasta convertirse en una caja de pupa o permanece blanda y flexible. Algunos de estos puntos de compromiso cierran otros posibles caminos: una vez que la dura crisálida de la pupa se ha formado, no se puede deshacer. La oruga está en un tobogán de agua irreversible hacia la madurez, para bien o para mal.
Sin embargo, en algunas de las secciones más alucinantes del libro, Harman describe ejemplos de transformación viviente que anulan todas nuestras ideas preconcebidas. Tendemos a suponer que la metamorfosis procede de forma lineal, desde formas simples como la larva hasta formas más maduras como las mariposas, de manera similar a cómo los primeros evolucionistas teorizaron que las criaturas se volvían más perfectas con cada generación.
Pero criaturas como la llamada medusa inmortal, Turritopsis dohrnii, pueden revertir a etapas anteriores de desarrollo cuando esto asegura su supervivencia. Cuando el estrés o la inanición acechan, la Turritopsis escenifica su propia regresión metamórfica. “Sacrificando su capacidad de movimiento y sus órganos sexuales, se voltea, se pliega sobre sí misma, forma una capa exterior y se adhiere al suelo como un pólipo”, escribe Harman. “De manera espectacular, la adulta vuelve a ser bebé”.
Harman aprovecha al máximo la riqueza poética de su tema. Animado por el asombro, sus descripciones revelan el verdadero alcance de procesos que a menudo están aislados en revistas científicas. “¿Por qué en el mundo todo este desperdicio de energía y tiempo?”, reflexiona. “Pincha una pupa con un alfiler y observa cómo gotea una baba rezumante; la oruga sepultada se ha disuelto en pringue para reconstruirse prácticamente desde cero”.
Sus referencias desentrañan la rica historia de nuestra obsesión humana por la metamorfosis, desde Dafne, la ninfa del mito griego que se convirtió en árbol, hasta el místico persa Rumi, quien sostenía que la transformación era siempre un regreso al yo. Harman también se pone filosófico: en medio de todo este cambio, pregunta —parte de él gradual, parte monumental—, ¿puede decirse que un núcleo del ser permanece constante?
Dada la naturaleza ilimitada de su tema, Harman aportó lo que él llama un “espíritu de articulación suelta” a la escritura de Metamorfosis, un reflejo, dice, de la apertura y la incertidumbre con la que abordó el proyecto. Esta articulación suelta a veces se vuelve vertiginosa. Algunas de las narrativas entrelazadas del libro son difíciles de seguir, yendo hacia adelante y hacia atrás en el tiempo; aprendemos sobre el viaje de investigación de Maria Sibylla Merian a Surinam en la última etapa de su vida antes de saber que una desordenada separación de su esposo lo precedió.
Sin embargo, en otros aspectos, el enfoque abierto y relajado de Harman parece apropiado, alentando a los lectores a trazar sus propios paralelismos interminables entre la transformación biológica y la social. En el corazón de su indagación está la idea de que los humanos son una de las pocas especies que pueden dirigir nuestra propia metamorfosis, al menos hasta cierto punto.
A diferencia de las orugas, no somos simplemente un revoltijo oculto de alas y piezas bucales primordiales destinadas a aparecer en un momento determinado. Podemos elegir hacia qué evolucionar y por qué, y, en asuntos existenciales si no físicos, cuán dramáticamente queremos transformarnos (o, como la medusa inmortal, revertir a una etapa anterior).
Como demuestran los experimentos de metamorfosis, las aparentes transformaciones de la noche a la mañana a menudo están altamente coreografiadas y tardan meses o años en gestarse, trazadas, en algunos casos, desde el comienzo mismo del desarrollo. Pero gran parte de esta transformación ocurre fuera de la vista; es perfecta e invisible hasta que ya no se puede negar. Así es como lo que parece una crisálida llena de pringue se agrieta para revelar una mariposa, y cómo los estados y regímenes que parecen inmortales se marchitan repentinamente desde dentro. “Si la ciencia nos enseña algo”, escribe Harman, “es que las certezas que sostenemos están destinadas a ser derrocadas”.
Lo asombroso de Metamorfosis es la audacia de su alcance: su hambre de comprender no solo las transiciones a simple vista, sino aquellas que se construyen bajo la superficie, esperando el momento adecuado para estallar.
Undark. Traducción: Maggie Tarlo