por SALLY SHUTTLEWORTH – Universidad de Oxford
“El insomnio es uno de los tormentos de nuestra época y generación”. Se podría suponer que se trata de una cita de un comentarista contemporáneo, y no es de extrañar: la Organización Mundial de la Salud ha diagnosticado una epidemia mundial de insomnio, y es difícil escapar a los relatos, tanto populares como científicos, sobre los peligros para la salud de nuestros estilos de vida siempre disponibles en la era digital moderna. Pero en realidad fue el neurólogo Sir William Broadbent quien escribió estas palabras en 1900.
Así que nuestras preocupaciones evidentemente no son nuevas. La época victoriana experimentó no sólo los extraordinarios trastornos de la revolución industrial, sino también la llegada del alumbrado público de gas y luego eléctrico, que convirtió la noche en día. La creación de una red telegráfica internacional revolucionó de manera similar los sistemas de comunicación, estableciendo una conectividad global y, para grupos como empresarios, financieros y políticos, un flujo de telegramas a todas horas.
Estos cambios trajeron consigo nuevos patrones y expectativas de trabajo. En la década de 1860, las enfermedades gemelas de la modernidad (el exceso de trabajo y el insomnio) se convirtieron en el foco de las ansiedades culturales. Los médicos victorianos advirtieron contra los peligros del insomnio. Basándose en esta investigación, un artículo de 1866 en el Spectator argumentaba que el insomnio era uno de los “concomitantes más molestos de la vida civilizada”, pero también una de las mayores amenazas para la salud: “Cualquier sistema que realmente aumentara la capacidad media de sueño beneficiaría a las enfermedades nerviosas, aumentaría la habitabilidad de las grandes ciudades y probablemente disminuiría perceptiblemente el promedio de locura”.
Estas preocupaciones siguen siendo fuertes hoy en día. En su libro Why We Sleep, el neurocientífico Matthew Walker destaca los hallazgos médicos actuales sobre las amenazas a la salud derivadas de la falta de sueño, que van desde el cáncer, los accidentes cerebrovasculares y la insuficiencia cardíaca hasta el Alzheimer, la depresión y las tendencias suicidas.
El trabajador del cerebro
Los peligros del insomnio son, por supuesto, comunes a todos. Pero los victorianos no lo creían así. Aunque las clases industriales tenían que trabajar horas extraordinariamente largas y estaban alojadas en malas condiciones que debieron afectar su capacidad para dormir, las preocupaciones victorianas sobre el sueño se centraban todas en las clases profesionales y en esa nueva creación de la época, el “cerebro-obrero”. El insomnio se identificaba con la hiperactividad del cerebro y, por tanto, se creía que las principales víctimas eran quienes trabajaban excesivamente con su cerebro, como médicos, abogados, académicos, banqueros o políticos.
También existía una considerable preocupación por el hecho de que los escolares se vieran obligados a trabajar hasta altas horas de la noche haciendo sus deberes, reduciendo así su sueño, y muchos médicos y reformadores sociales pidieron que se eliminara el sistema de “pago por resultados” (que vinculaba la financiación de una escuela al éxito de sus alumnos en los exámenes) y la creación de regímenes educativos más saludables y favorables al sueño. En su maravilloso trabajo, Hurry, Worry and Money: the Bane of Modern Education (1883), el médico de Leeds Pridgin Teale arremetió contra el nuevo sistema competitivo de educación que destruía la salud y el bienestar moral de alumnos y profesores por igual, dejándolos exhaustos y desmoralizados.
Todo un género de libros de “autoayuda” surgió en torno a cuestiones relacionadas con el insomnio, a menudo provenientes de sectores bastante inesperados, como La enfermedad del insomnio (1877), escrito “por un clérigo rural que ha sufrido y prevalecido”. Recomienda baños fríos y masajes enérgicos, pero nunca cloral, una droga introducida en Gran Bretaña en la década de 1870 y ampliamente anunciada en los periódicos como remedio para el insomnio (y claramente la fuente de sus propios problemas). El cloral, advierte, “a pesar de los numerosos anuncios tentadores que recomiendan su uso”, debería ser “rechazado por todos como se evitaría la picadura de una serpiente”.
Como esto sugiere, nuestros propios problemas sociales con la adicción a las pastillas para dormir tienen sus paralelos en la época victoriana. El cloral rápidamente se convirtió en la droga preferida, como sugiere nuestro clérigo. Se asoció con numerosas muertes de alto perfil, desde el artista y pintor Dante Gabriel Rossetti hasta el científico John Tyndall (que murió cuando su esposa le dio una sobredosis accidental).
En un caso, un clasicista de Cambridge, agobiado por demasiados exámenes, recurrió al cloral y acabó quitándose la vida. Ejemplos de este tipo fueron ampliamente publicitados en libros sobre el desgaste de la vida moderna.
Contando ovejas
En la literatura médica y popular hubo numerosos debates sobre cómo combatir el problema del insomnio. Curiosamente, gran parte de ellos eran muy similares a los consejos actuales.
Se debe realizar ejercicio al aire libre todos los días; el dormitorio debe estar fresco y las mantas sueltas, y el consumo de té y café debe reducirse drásticamente. El autor de un libro titulado El sueño y cómo obtenerlo aconseja: “Las personas que se quejan de insomnio deben poner un candado a la tetera y nunca, en ninguna ocasión, usarla a altas horas de la noche”.
También se recomendó tener cuidado con la dieta en general y evitar comidas copiosas por las noches. Ese invento novedoso, el reloj despertador (que se produjo en masa a partir de la década de 1880), debería evitarse en favor de un despertar más natural, una práctica que ahora promueven nuestros propios relojes despertadores al amanecer. Algunas de las técnicas para conciliar el sueño también anticipan las prácticas actuales basadas en el yoga, con recomendaciones para centrarse en la respiración y el flujo de aire a través del cuerpo (además de contar ovejas).
Los victorianos eran muy conscientes de la relación entre las nuevas condiciones sociales, tecnologías y prácticas laborales, y los problemas generados para la salud (aunque es cierto que sus preocupaciones se centraban en gran medida en los niveles superiores de la sociedad).
En el siglo XX, con una creciente especialización en áreas de la medicina y la ciencia, a menudo se perdió ese sentido de interconexión de la tecnología con la sociedad y de su impacto en ella. Pero investigaciones recientes están recuperando ese equilibrio. Los victorianos argumentaban que el exceso de trabajo y la falta de sueño podían conducir a una muerte prematura. Aunque tales afirmaciones se consideraron a menudo demasiado alarmistas en su momento, la ciencia actual del sueño ha respaldado esa posición. De hecho, dormir muy poco podría matarte.
Fuente: The Conversation/ Traducción: Maggie Tarlo