
por SABRINA DUSE – Universidad Municipal de Nueva York, CUNY
Así que entonces, ¿para qué sirve la arqueología? No sirve para el pasado. No realmente. Nadie cava a dos metros de profundidad con un cepillo de dientes en la mano solo para verificar que, sí, los romanos tenían plomería. Esos datos existen, claro, pero la arqueología no es un inventario de datos. Es un teatro de interpretación, una obra moral vestida de barro. Es el hermano más pervertido de la historia: menos lineal, más táctil. Cada pozo es una conversación con los muertos, pero la única voz que se escucha es la nuestra. Entonces, ¿qué estamos tratando de decir?
Decimos poder. La arqueología justifica el poder. Le pone casco a la ideología y la llama descubrimiento. Cuando el Museo Británico pule sus relieves asirios, lo que brilla no es solo alabastro, sino una historia reescrita en voz pasiva: “Los objetos fueron retirados”, “Los sitios fueron excavados”, “Los restos fueron devueltos”. El colonialismo se archiva, no se enfrenta. La disciplina todavía lleva puesto su sombrero de safari, aunque finja haberlo olvidado. Pero el mapa de todo imperio incluye un desvío por su propio mito, y la arqueología traza los caminos. No hace falta inventar orígenes si es posible desenterrarlos.
Es cierto, también hay una ternura ahí, de alguna manera. Perversa, sí, pero real. Hay algo conmovedor en ese deseo de conocer a personas que no pueden conocerte de vuelta. Catalogar sus botones y sus posturas de entierro. Rastrear el hollín de cocinas antiguas e inferir el deseo. La arqueología hace lo que la filosofía solo sueña: vuelve presente la ausencia. Heidegger vagaba por cabañas en la Selva Negra buscando el Ser. Los arqueólogos cavan letrinas y lo encuentran ahí, al Ser, completamente banal, totalmente humano, y sin mayúsculas.
Claro que esa ternura a veces se vuelve patológica. Cada generación redescubre la misma ánfora rota y la llama revelación. Tratamos la cultura material como texto sagrado, olvidando que los fragmentos no hablan. Se habla a través de ellos. Y los ventrílocuos somos siempre nosotros, seres modernos, desordenados, llenos de proyección. Lo cual no lo vuelve inútil. Lo vuelve trágico. Y por eso vale la pena hacerlo. Si se lo hace de modo honesto.
Cosa que la mayoría de los arqueólogos no hacen. Están demasiado ocupados defendiéndose de la irrelevancia. Escriben pedidos de subsidios como si fueran evangelios y fingen que sus temporadas de campo no son, en parte, turismo. Se sientan en salones de conferencias a discutir tipologías como si estuvieran combatiendo el fascismo, cuando en realidad están coqueteando con la titularidad. La ironía es que la arqueología sí es relevante, pero no porque explique el pasado, sin porque revela cómo el presente se explica a sí mismo.
Por eso ahora todos quieren tener un reclamo ancestral. Por eso la construcción de cada autopista se interrumpe ante un hueso. Por eso los obreros murmuran entre ellos cuando encuentran un fragmento de pipa. El pasado no ha terminado. Es una herramienta. Quien lo posee controla el relato, y la arqueología reparte los títulos. No solo a las naciones, sino a las identidades. A los traumas. A verdades tan armadas que se vuelven mitos antes de que se asiente el polvo.
No hay ninguna arqueología pura. Solo tipos políticamente útiles. Arqueología nacionalista. Arqueología capitalista. Arqueología de resistencia. Arqueología queer post feminista. La disciplina se reinventa cada veinte años, siempre en reacción, siempre en crisis. Porque no le queda otra. Porque nunca supo cómo estudiar a otros sin rehacerlos a su propia imagen agotada.
Pero la seducción persiste. Cuando alguien sostiene un fragmento de cerámica y siente un destello de asombro. No porque diga algo definitivo, sino porque se niega rotundamente a hacerlo. Resiste el significado. Te resiste. Y por un segundo, se cae el andamiaje —se cae la carga teórica, la culpa institucional, la grandilocuencia moral— y queda solo un misterio simple y terco. Alguien tocó esto. Y ahora es tu turno.
La arqueología es la filosofía del contacto. No del pensamiento, sino del rastro. No del logos, sino del residuo. Rechaza el cierre, porque no puede resucitar. Quizás todo se trate menos de recuperar el pasado que de marcar dónde no va a volver. Medir la distancia entre lo que fue y lo que estamos dispuestos a imaginar.
¿Para qué sirve la arqueología? Para fracasar con elegancia. Para contar historias que se van a desmoronar, pero elegir contarlas igual. Para hacer las paces con el silencio y aun así hablar. Para quitar el polvo del suelo de una casa que nadie volverá a habitar y llamar a eso cuidado. Un cuidado tan raro que parece locura. Pero ¿no es también eso el amor? Un amor sin audiencia, sin respuesta. Solo el eco de una presencia y el trabajo lento y obstinado de no olvidar.
Transitions: Journal of Social Imaginaries. Traducción: Maggie Tarlo