No soy un robot

-

por HALEY BLISS – CUNY

Lo primero que te piden es que demuestres que eres humano.

Una casilla, un tic, una demanda silenciosa de verificación. Antes de poder leer las noticias, comprar un pasaje, enviar un correo o probar que eres quien dices ser, la máquina interviene. No soy un robot, debes declarar, como un prisionero obligado a proclamar su inocencia ante un juez indiferente. Un ritual de autenticación, un gesto absurdo pero necesario en la gran función de la existencia digital. El ordenador sospecha de ti. El sistema no confía en ti. Y tú, como buen esclavo digital, aceptas.

El examen es engañosamente simple. Marca la casilla, selecciona los semáforos, escribe las letras distorsionadas. Si fallas, serás castigado con más pruebas. Un infierno burocrático de imágenes borrosas y elecciones imposibles. A veces las fotos son tan vagas que ningún ser humano podría responder correctamente. ¿Eso es un paso de cebra o solo una sombra? ¿Cuenta esa bicicleta si solo se ve la rueda? Un truco. Una trampa. Haces clic. Fallas. Intentas de nuevo. La máquina gana.

Hay algo poético en el hecho de que la manera en que probamos nuestra humanidad es enseñándole a la máquina cómo reemplazarnos. Cada vez que resolvemos un CAPTCHA, estamos entrenando una inteligencia artificial. Ayudamos a los autos autónomos a reconocer señales de tráfico, enseñamos a los algoritmos a distinguir un gato de un perro, refinamos los sistemas de reconocimiento facial para mecanismos de vigilancia que nunca controlaremos. Al demostrar que no somos robots, hacemos más inteligentes a los robots. Al autenticar nuestra existencia, automatizamos nuestra propia obsolescencia.

Más en Antropologías:  Los pobres urbanos del Norte Global

La antropología ha comprendido desde hace tiempo que los rituales sirven para reforzar las estructuras de poder. El CAPTCHA no es diferente. Es una pequeña humillación, un recordatorio diario de que el acceso es condicional, de que Internet —ese espacio supuestamente libre— es, en realidad, una comunidad cerrada donde la entrada está vigilada por manos invisibles. No te piden que demuestres tu humanidad porque duden de ti, sino porque el acto mismo de declarar tu humanidad es una forma de sumisión. El CAPTCHA es una puerta de control, un portero en la discoteca, una voz al teléfono exigiendo el apellido de soltera de tu madre antes de poder continuar. Es la frontera digital, y siempre eres sospechoso.

Es, también, una broma. Una broma a tu costa. Porque ¿qué, en última instancia, significa ser humano? Marcar una casilla no es prueba de conciencia, ni reconocer un autobús borroso en una imagen granulada lo es. La prueba de Turing, alguna vez propuesta como el estándar de oro para la inteligencia artificial, se invirtió. Ahora debes demostrar tu humanidad ante la máquina, no al revés. El CAPTCHA reduce la condición humana a la simple detección de patrones, convierte la humanidad en una serie de respuestas correctas. Haz clic aquí, haz clic allá, haz tu papel. Si dudas demasiado, eres un bot. Si te mueves demasiado rápido, eres un bot. Los límites de lo humano se definen no por lo que pensamos, sentimos o creamos, sino por lo convincentemente que podemos imitar las expectativas de una máquina sobre nosotros.

Más en Antropologías:  Dispositivo de seguimiento automático

Hay una ironía más profunda aquí, una que se desliza bajo la superficie de lo cotidiano. La frase “no soy un robot” supone que los robots son el otro, el opuesto, la cosa contra la que nos definimos. Pero, en realidad, ¿qué significa ser humano en un mundo cada vez más gobernado por algoritmos? Nos despertamos con notificaciones, trabajamos en pantallas, nos comunicamos a través de mensajes de texto, pasamos horas mirando rectángulos brillantes que dictan nuestros estados de ánimo, nuestros deseos, nuestros temores. La máquina ya no es algo separado de nosotros; es nuestro medio, nuestro entorno, nuestra segunda piel. Y, sin embargo, seguimos pidiendo realizar un frágil teatro de autenticidad: Soy real. Puedo estar aquí. Déjame pasar.

Pero llevemos esto más allá. ¿Y si nos equivocamos? ¿Y si, un día, marcamos incorrectamente demasiadas veces y el sistema decide que ya no somos humanos? Un error de cálculo, una mala conexión, un fallo en el código. Acceso denegado. La puerta se cierra y quedamos afuera no solo de un sitio web, sino de nuestra propia existencia digital. En un mundo donde tanto de la vida se despliega en línea, ¿qué pasa cuando la máquina decide que no calificamos?

La absurdidad de todo esto es ineludible. En algún lugar, en la gran maquinaria de Internet, una entidad no humana observa cada intento fallido de CAPTCHA. No se ríe. No reconoce la absurdidad de pedirle a una criatura de carne y hueso que demuestre su humanidad. Solo calcula. Solo registra. Un sistema sin humor, sin ironía, sin misericordia. Y tú, una entidad biológica imperfecta, debes aprobar su examen. Una y otra vez.

Más en Antropologías:  La práctica ancestral del porteo de bebés

Hay algo inevitable en todo esto. Cuanto más probamos que no somos robots, más robóticos nos volvemos. Cuanto más demostramos nuestra humanidad, más la reducimos a un guion predecible y legible por una máquina. Y así, sin darnos cuenta, nos acercamos a la contradicción final. Un día no habrá necesidad de CAPTCHAs. Los algoritmos nos conocerán mejor que nosotros mismos. La línea entre lo humano y lo mecánico se difuminará más allá del reconocimiento. Y sin embargo, todavía insistiremos, tal vez por nostalgia, tal vez por miedo, en marcar la pequeña casilla. En declarar, a nadie en particular, no soy un robot.

Fuente: The Human Thread/ Traducción: Haley Bliss

Antropologías
Antropologíashttp://antropologias.com
Observatorio de ciencias antropológicas.

Comparte este texto

Últimos textos

Áreas temáticas