por CARMEN ARANEGUI GASCÓ – Universidad de Valencia
En 1897 fue expuesto en el Museo del Louvre un busto femenino esculpido en caliza denominado Dama de Elche. La pieza, procedente de La Alcudia de Elche (Alicante), llamó la atención de hispanistas internacionales, hasta entonces deslumbrados por el arte y la literatura de los siglos XV al XVII. Con ella, la genialidad española se retrotraía a la Antigüedad, patente en una Dama en la que vieron la genuina representación de Iberia.
Esto desplegó el reconocimiento internacional de la cultura ibérica de los siglos V al II a. e. c. Tras esta proyección, el gobierno de Franco exigió su retorno a España en 1940. Este tuvo lugar en 1941 y fue celebrado como la recuperación emblemática de la raza ibera. Con ese carácter quedó instalada en el Museo del Prado hasta 1971, cuando se trasladó al Museo Arqueológico Nacional, donde se conserva.
La cultura ibérica se presenta en la zona mediterránea hispánica después de tres siglos de contactos de sus habitantes con colonizadores procedentes de Fenicia y Grecia. A partir del 500 a. e. c. las poblaciones iberas también ocupan ciudades amuralladas y aldeas.
La arqueología y el arte dan a conocer a hombres-guerreros y mujeres engalanadas. En ellas nos vamos a centrar ahora mismo. En lo (poco) que sabemos de ellas.
Tejiendo la vida
Cuando se instauró la división entre la ciudad y el campo, se establecieron oppida (núcleos urbanos), amurallados y con trazado regular, y aldeas o caseríos de extensión mucho menor. Más allá del hogar, se cree que entonces los espacios específicos destinados a las mujeres eran el molino y el telar.
La representación de la mujer hilando o tejiendo se prodiga con carácter selectivo en el Mediterráneo coetáneo de las iberas, asociada a un segmento señorial urbano, sin implicación laboral. Tejer (el destino, la vida…) aparece asimismo como una competencia sobrenatural propia de las diosas que tienen en sus manos el futuro de la humanidad. Era un oficio al que las señoras o las jóvenes de la ciudad podían incorporarse para pedir la tutela divina para su comunidad.
Desde el estudio de la iconografía se ha llegado a decir que tejer representaba para la mujer lo que luchar era para el hombre. Ambas aptitudes aluden a idealizaciones de género propias de una cúpula ciudadana que garantiza la seguridad, la continuidad de los linajes y el bienestar del grupo.
A través de la hilandera y de la tejedora, el sexo femenino se hace partícipe de la sociedad de su tiempo aportando algo más que su capacidad reproductiva, en un momento en que lo familiar se introduce en el ritual urbano; en el que lo privado gana espacio en lo público.
Mujeres musicales
Otra imagen que presenta a las mujeres en la sociedad ibérica es la de las flautistas. En los oppida importantes se celebraban fiestas en las que se promovía la identidad colectiva de un territorio mediante desfiles, cabalgatas y competiciones protagonizados por la cúspide de la sociedad local entendida en sentido amplio.
Las mujeres participaban activamente, como queda constancia en la pintura de las vasijas ibéricas. Estos frisos acreditan en Edeta/Liria (Valencia) y en La Serreta (Alicante) la vigencia de mujeres instruidas en la música y la danza que desfilan junto a los varones. Dicha costumbre eleva la cultura ibérica sobre el resto de los pueblos prerromanos de la península, acreditándola como pionera en asociar lo simbólico en femenino a lo público.
Esto es propio de un sentido de la pertenencia más estable que el de aquellos grupos que solo cifran su identidad en la representación de los hombres armados partidarios de un jefe, cuyo futuro incierto los precisa, según admite la etnoantropología.
Pocas referencias
La antigua sociedad ibérica no cuenta con textos propios. Así, los autores clásicos que la mencionaron lo hicieron aplicando los esquemas culturales que regían en sus países de origen o describiendo curiosidades de su personal experiencia, en el caso de haber visitado el país, a menudo animados por estereotipos y leyendas.
Esas fuentes describen algunos detalles curiosos de su aspecto físico, como que se depilaban la frente y cubrían su cabello con un tympanon o mitra, como señala Estrabón (63 a. e. c.-23). Pero rara vez apuntan algo con más contenido para la mirada contemporánea.
El historiador sirio Nicolás de Damasco (64-4 a. e. c.) recoge un aspecto artesanal interesante (Fontes Historiae Graecae III, 456; fragmento atribuido a Éforo, historiador griego del siglo IV a. e. c.) cuando indica que las iberas vestían túnicas ricamente adornadas, con cinturón o sin él, y explica que todos los años exponían en público las telas que habían tejido. Hombres elegidos por votación juzgaban y honraban debidamente a la que había trabajado más.
En otras recopilaciones se repite la misma noticia especificando el carácter festivo que tenía tal acontecimiento y los regalos que recibían las mujeres que habían tejido mayor número y más bellas telas, ya que las iberas debían competir en belleza y presentar las medidas más ajustadas a los cánones impuestos.
Mujeres enterradas con poder
A través de los elementos materiales que componen los ajuares se han podido identificar mujeres en necrópolis reservadas a gentes de prestigio y poder, que dejan así de ser exclusivamente masculinas.
El ejemplo paradigmático es, sin lugar a dudas, la tumba 155 de la necrópolis del Cerro del Santuario. Allí se encontró la Dama de Baza (Granada), un enterramiento individual de una mujer de unos 30 años, datado a mediados del siglo IV a. e. c.
Reúne armas y vasijas exclusivamente ibéricas por cuadruplicado –caso único–, con un solo objeto asociado al trabajo de hilar. La tumba está encabezada por la estatua de una mujer sentada en un trono, que contiene las cenizas de la difunta. La imagen es honrada con cuatro armaduras constituidas por falcata (la espada curva ibérica), escudo y lanza. Además, recibe otras tantas ánforas pequeñas y cuatro vasijas repintadas a juego con la escultura, entre otras ofrendas.
La Dama entronizada proyecta no solo riqueza sino estatus social.
De la necrópolis al santuario
Los lugares fuera del hogar donde se practicaba periódicamente algún tipo de ritual colectivo configuraron el paisaje sacro ibérico. En ellos se depositaban exvotos que traducían lo que se celebraba, lo que se pedía y lo social.
En el tránsito del siglo IV al III a. e. c., la consolidación de la ciudad instauró una nueva ideología. Como consecuencia, los santuarios superaron a las necrópolis como espacios de cohesión y favorecieron que una ciudadanía más inclusiva se reconociera como parte de un todo y reafirmara su identidad. En esta época aumentan las representaciones de mujeres, aunque solo en la Cueva de la Lobera (Castellar de Santisteban, Jaén) predominan los exvotos de pequeños bronces femeninos.
Las imágenes femeninas adquirieron protagonismo a partir del hallazgo, en 1870, en el santuario del Cerro de los Santos (Montealegre del Castillo, Albacete), de la Gran Oferente (1,36 m de altura).
La Gran Oferente sujeta un vaso caliciforme con sus manos cargadas de sortijas, distintivo propio de las gentes con autoridad y competencia. Se ha propuesto que fuera la encargada de efectuar las ofrendas importantes o, tal vez, una sacerdotisa.
En la serie femenina que la acompaña se reconocen grupos de edad: las figuras en pie, con un vaso caliciforme y el cabello trenzado, aluden a un segmento juvenil distinto al de las mujeres con mitra sobre la cabeza, más maduras, y al de las sedentes con las manos sobre las rodillas, probablemente matronas.
Aunque algunas van descalzas en consideración al lugar donde elevan la plegaria, todas llevan vestimentas ibéricas, con túnicas superpuestas y pesados mantos de lana. Y, sobre todo, llevan collares, brazaletes, sortijas y adornos en el pelo que las caracterizan como pertenecientes a la cúspide de su sociedad.
Son, sin embargo, muy pocos los hombres que visten túnica ibérica, a veces adornada para realzar su prestigio. De este modo son las mujeres las que mantienen la identidad de un santuario cuya vida transcurre en paz.
Nuevos estudios
En la actualidad va ganando consenso la necesidad de interrogar los datos históricos de un modo distinto al propio de la tradición paternalista que, según lo visto, tiene más de veinte siglos a sus espaldas.
La historia de las iberas ha avanzado porque desde los años 1990 se abrieron nuevos caminos en las ciencias sociales, a partir del feminismo y de los estudios de género, que consultan los archivos críticamente. En los últimos treinta años se ha documentado su liderazgo en la cotidianidad, en las prácticas rituales y en los círculos de poder de los pueblos de la mitad oriental de la península ibérica, entre el siglo V a. e. c. y el cambio de era.
La mirada reivindicativa ha rescatado a las más famosas representaciones de damas iberas del misterio en el que estaban recluidas para devolverlas a la vida.
Fuente: The Conversation