por DIMITRIS XYGALATAS – Universidad de Connecticut
Después del tiroteo reciente en la Escuela Primaria Robb en Uvalde, Texas, que se cobró la vida de 19 niños y dos maestros, algunos residentes locales quieren que la escuela sea demolida. El senador estatal de Texas, Roland Gutiérrez, dijo que el presidente Joe Biden se ofreció a ayudar al distrito escolar a obtener una subvención federal para la demolición del edificio.
Esto no es raro. En numerosos casos similares, los edificios fueron derribados, abandonados o reutilizados después de una tragedia. Luego de la masacre de Sandy Hook de 2012 en Newtown, Connecticut, esa escuela fue destruida y reconstruida en un lugar diferente de la misma propiedad, a un costo de 50 millones de dólares. Y en 1996, la ciudad de Gloucester, en Inglaterra, compró la casa donde una pareja, Fred y Rosemary West, violaron, torturaron y mataron a 12 mujeres jóvenes. El pueblo arrasó la propiedad hasta los cimientos, quemó toda la madera, pulverizó cada ladrillo y arrojó los escombros en un lugar secreto antes de convertir el lote en un parque.
A un nivel visceral, esto parece obvio: la mayoría de las personas se sentirían incómodas haciendo negocios como de costumbre en el lugar de un baño de sangre. Pero como antropólogo que estudia algunas de las experiencias humanas más significativas, sé que las reacciones humanas que parecen obvias a menudo pueden ser difíciles de explicar. ¿Por qué derribar y reconstruir mejoraría la situación? La respuesta está en la psicología humana.
Nociones de contagio
La investigación sugiere que nosotros, como humanos, somos esencialistas natos. Es decir, pensamos intuitivamente que los objetos tienen ciertas cualidades internas o esencias inmateriales, que pueden transmitirse a través del contacto. Por ejemplo, los participantes en un experimento realizado por los psicólogos Carol Nemeroff y Paul Rozin se negaron a usar un suéter que pertenecía a un asesino en serie, aunque estaban felices de usar un suéter idéntico que pertenecía a otra persona.
Estas intuiciones también se pueden observar fuera del laboratorio. Por ejemplo, un estudio realizado en Hong Kong analizó los efectos de la muerte en los precios inmobiliarios. Resulta que cuando ocurría un asesinato, suicidio o accidente fatal en una casa, su valor de mercado disminuía hasta en un 25%, e incluso las propiedades cercanas perdían parte de su valor.
Los primeros antropólogos describieron esto como una forma de “pensamiento mágico”. El antropólogo escocés James Frazer argumentó que este tipo de razonamiento se basa en dos principios básicos comunes en todas las sociedades humanas. La primera es la “ley de la similitud”, la idea de que la semejanza física implica una conexión más profunda. Esto explica la creencia que se encuentra en muchas culturas de que apuñalar a un muñeco que se parece a una persona podría causarle daño a esa persona.
El segundo principio es lo que Frazer llamó la “ley de contagio”. Establece que, cuando dos cosas entran en contacto, se transfieren parte de sus propiedades. Esta es la razón por la que el piano de John Lennon se vendió por más de $2 millones y por la que el representante de Estados Unidos, Bob Brady, tomó el vaso de agua del que el Papa Francisco había bebido durante un discurso de 2015 ante el Congreso de los Estados Unidos y luego lo compartió con su familia. La suposición es que algunas de las cualidades de la persona que una vez entró en contacto con el objeto perdurarán. “Todo lo que toca el Papa se convierte en una bendición”, dijo Brady.
Si estas creencias y comportamientos se basan en premisas erróneas, ¿deberíamos complacerlos o deberíamos descartarlos como irracionales? Una vez más, la psicología humana podría proporcionar la respuesta.
El poder del simbolismo
Somos una especie simbólica. Experimentamos las cosas que nos rodean basándonos no solo en sus propiedades físicas. Nos importa de dónde vienen, sus historias, sus conexiones y lo que representan. Esto va más allá de lo que pensamos sobre esas cosas: también afecta la forma en que interactuamos con ellas.
Los psicólogos George Newman y Paul Bloom diseñaron un experimento para ver si se podían alterar las creencias sobre el contagio de un objeto. Le preguntaron a la gente cuánto pagarían por comprar un suéter que antes pertenecía a una celebridad querida. Como esperaban, la mayoría estaba dispuesta a desembolsar mucho más de lo que costaría un suéter nuevo.
Pero aquí está el giro: cuando se les dijo que se lavaría a fondo antes de dárselo, la gente estaba menos interesada en comprar el suéter. A la inversa, cuando los investigadores les hicieron la misma pregunta sobre una persona famosa a la que despreciaban, los participantes estaban dispuestos a pagar un precio más alto después de esterilizar el artículo. Parece que la purificación física se percibiría como la eliminación de parte de la esencia del suéter.
Ritos de purificación
Las tradiciones culturales de todo el mundo aprovechan estas intuiciones para calmar los temores y las ansiedades de las personas. En algunos casos, lavar el cuerpo tiene por objeto limpiar el alma, que es lo que sucede en los bautismos. En otros casos, la purificación viene a través de la destrucción de la sustancia maligna o su representante.
El día de Año Nuevo, personas en varias partes de América Latina construyen efigies de tamaño natural, o “muñecos”, que se asemejan a cosas y personas malvadas: funcionarios públicos corruptos, villanos, enemigos personales e incluso el coronavirus. Luego les prenden fuego. Su desaparición pretende exorcizar su poder contaminante y simbolizar la esperanza para el próximo año.
Dado que estas prácticas se basan en partes universales de la psicología humana, también tienen sentido para las personas que no son religiosas. Tomemos, por ejemplo, los asistentes a Burning Man, un festival anual en Black Rock Desert en Nevada. Aparentemente, esta es una multitud tan secular como parece: solo el 5% de ellos se identifica a sí mismo como religioso. Sin embargo, miles de personas acuden a un templo improvisado donde dejan recuerdos relacionados con algunas de sus experiencias más traumáticas. Luego se reúnen para ver el templo arder hasta los cimientos, muchos de ellos llorando, llevándose consigo todos los malos recuerdos.
Hay un poderoso aspecto catártico en esos rituales de purificación. Los gestos simbólicos a menudo le hablan a nuestra psique de una manera en la que ninguna acción racional podría jamás hablarle a nuestro intelecto. En tiempos de tragedia, es importante reconocer este aspecto fundamental de nuestra humanidad. Incluso cuando el dolor persiste, el conocimiento de que se ha deshecho un recordatorio tangible de él puede ser un alivio.
Fuente: The Conversation/ Traducción: Alina Klingsmen