por FRÉDÉRIC KECK
Si lees la portada del libro de James Bridle, Ways of Being. Animals, Plants, Machines: The Search for a Planetary Intelligence, podrías pensar que es simplemente otro ensayo sobre el giro ontológico o la etnografía multiespecie. Pero James Bridle no es un filósofo ni un antropólogo que analiza ontologías alternativas: es un escritor y artista que cuenta historias de las ciencias informáticas de una manera convincente e inspiradora. Su principal argumento es que la inteligencia artificial debería reorganizarse para expresar el movimiento de los seres vivos. Si bien quiere compartir con sus lectores una sensación de asombro ante la vida no humana y de admiración por las tecnologías humanas, también lo anima un sentido de urgencia ante “las amenazas existenciales, desde los fenómenos meteorológicos extremos hasta el aumento del nivel del mar, desde la desertificación hasta la muerte por pandemias zoonóticas” (282). Si bien no utiliza el término “salud planetaria”, que se discute cada vez más en la antropología médica y la historia de las ciencias, quiero usar este término para discutir los desafíos de este libro, ya que indica cómo una expansión de la inteligencia artificial hacia la vida no humana podría dar forma a un futuro mejor para el planeta.
Debo confesar que no estoy fascinado, como dice James Bridle al comienzo del capítulo 1, por “la idea del coche autónomo”: para mí, es sólo una ideología de las nuevas empresas de la costa oeste que quieren vender más computadoras y automóviles. Pero inmediatamente me interesó la crítica hecha por Bridle a lo que él llama “inteligencia corporativa”. “Las corporaciones utilizan principalmente a los humanos como sensores y efectores. Son organismos colmena que persiguen los tres objetivos corporativos de crecimiento, rentabilidad y prevención del dolor” (9). Todo el debate sobre la inteligencia artificial es si las máquinas reemplazarán a los humanos en esta inteligencia corporativa. Bridle invierte este debate. Propone considerar la inteligencia artificial como una ecología, definida por Ernst Haeckel como la ciencia del estudio del organismo en relación con el medio ambiente. “La ecología está tan interesada en cómo la disponibilidad de materiales de nidificación afecta a las poblaciones de aves, o cómo la planificación urbana da forma a la propagación de enfermedades, como en cómo las abejas polinizan las caléndulas y los lábridos limpiadores despiojan al pez cirujano” (12). Y si la tecnología se define, siguiendo a Ursula Le Guin, como “la interfaz humana activa con el mundo material”, podemos entender un automóvil autónomo como parte de una ecología que “imagina un entorno rojo con dientes y garras, en el que la humanidad desnuda y frágil debe luchar con fuerzas devastadoras y vencerlas, sometiéndolas a su voluntad (y suele ser la suya) en forma de agricultura, arquitectura, cría de animales y domesticación” (27). De ahí el llamado de Bridle a “pensar de otra manera” y no mirar la inteligencia corporativa de los autos autónomos sino la inteligencia planetaria de los animales y las plantas.
“La inteligencia no es algo que se debe probar, sino algo que se debe reconocer” (52). Bridle relata los experimentos de aquellos humanos que han intentado profundizar en las formas en que los animales no humanos, desde primates hasta elefantes, perciben su entorno. “¿Qué pasaría si, en lugar de ser lo que nos separa del mundo y, en última instancia, nos suplanta, la inteligencia artificial fuera otro florecimiento, enteramente su propia invención, pero que, guiado por nosotros, nos lleva a una mayor adaptación con el mundo? En lugar de ser una herramienta para explotar aún más el planeta y a los demás, la inteligencia artificial es una apertura a otras mentes” (57). Esta noción de “florecimiento” lleva a Bridle a analizar la inteligencia de las plantas, desde la investigación sobre las micorrizas (las redes de hongos que conectan los árboles a través de la comunicación de signos) celebrada por el novelista Richard Powers en The Overstory, hasta el sueño de un “bosque cibernético/ lleno de pinos y electrónica”, elogiado por el poeta Richard Brautigan (p. 65). Bridle también menciona dos hipótesis científicas que cuestionaron nuestra visión del “árbol de la vida”: el descubrimiento por Carl Woese en la década de 1960 de los rastros de archea: microbios que aún viven en ambientes extremos y se replican no como las bacterias por división sino por transferencia horizontal de genes, y el concepto de endosimbiosis propuesto por Lynn Margulis para explicar cómo los eucariotas resultaron de una relación mutuamente beneficiosa entre dos bacterias.
Bridle sostiene que las tecnologías informáticas, en lugar de alejarnos de este “árbol de la vida”, nos permiten prestar atención a sus ramificaciones, por ejemplo, siguiendo cómo las plantas y los animales migran para adaptarse al cambio climático. El entorno computacional no es discontinuo del entorno natural, primero porque los humanos se comunican con plantas y animales como lo hacen con las máquinas, segundo porque las computadoras están “hechas de rocas y minerales, restringidas por leyes físicas, existen en el mundo con nosotros. Una inundación o una tormenta eléctrica pueden dejarlas fuera de combate; el exceso de calor o humedad es perjudicial para su rendimiento” (155). Tenemos que cuidar y prestar atención a la vida de nuestras computadoras porque “hablan como piedras” (171), una frase que se puede entender, según Bridle, si escuchamos historias aborígenes sobre el lenguaje de los minerales. En lugar de hacer un mundo como una computadora basada en la inteligencia corporativa, deberíamos entender que las computadoras tienen un mundo, o más bien que son “como el mundo” (190). Así resume brillantemente Bridle la hipótesis Gaia formulada por James Lovelock y Lynn Margulis para explicar que la Tierra es un sistema de retroalimentación cibernética que funciona como un homeóstato cuando se regulan los equilibrios entre la vida orgánica y la inorgánica para producir las condiciones de vida.
Si bien Gaia es uno de los conceptos más célebres en los estudios científicos contemporáneos, tras su mejora filosófica por parte de Bruno Latour como diosa de los límites de la Tierra, Bridle reemplaza más modestamente a Gaia en Delfos, “el hogar del oráculo” (190). Muchas máquinas cibernéticas, dice, funcionan como oráculos, como el robot móvil controlado por cucarachas que explora su entorno basándose en las reacciones de una cucaracha a la luz. Estas relaciones entre humanos, máquinas y cucarachas, sostiene Bridle, “se basan en el desconocimiento y requieren una especie de confianza, incluso de solidaridad. Requieren que nos abramos a la posibilidad no sólo de otras inteligencias, sino también a la idea de que podrían querer ayudarnos –o no– y, por lo tanto, podrían predisponernos a la creación de condiciones mutuamente aceptables en las que podrían dignarse ayudarnos voluntariamente” (213). Esta conexión entre desconocimiento, confianza y solidaridad es una fuerte reivindicación política. Bridle sostiene que los animales y las plantas introducen aleatoriedad en el mundo mineral de las computadoras: “La aleatoriedad aumenta la intraacción. Todas y cada una de las cosas importan; todos importan” (249).
Esta afirmación le permite hacer una contribución original al debate sobre la agencia animal. Los animales tienen derechos no porque sean inteligentes o sensibles sino porque tienen la capacidad de escapar de las trampas y jaulas en las que los humanos quieren capturarlos y encerrarlos. Por lo tanto, necesitamos no sólo una teoría de la mente sino una “escapología” (254) para comprender cómo los animales no humanos rastrean sus propios movimientos fuera de los planes humanos, cómo “se asocian, hacen alianzas, disputan, votan y toman decisiones” (255). Las opiniones de Peter Kropotkin sobre la ayuda mutua entre animales en 1906 son caminos en esta dirección, dice Bridle. Otro es el llamamiento lanzado por Edward O. Wilson para proteger la mitad de la superficie de la Tierra contra la intervención humana, en su libro Biophilia de 1984. Bridle elige llamar “solidaridad” a este intercambio de afectos de cuidado entre especies. “Declarar solidaridad con el mundo más que humano significa reconocer las diferencias radicales que existen entre nosotros y otros seres, insistiendo al mismo tiempo en la posibilidad de ayuda, cuidado y crecimiento mutuos. Compartimos un mundo e imaginamos mundos mejores juntos. Este tipo de solidaridad con el mundo más que humano consiste en escuchar y trabajar, mitigar, reparar, restaurar y generar nuevas posibilidades a través de la colaboración y el consenso. Es el resultado de encuentros, no de suposiciones y del repudio del excepcionalismo y el antropocentrismo humanos” (280). El libro termina con un elogio al Internet de los animales por “poner a trabajar las herramientas de vigilancia para construir un parlamento más que humano” (307) y con un programa del MIT en el que “habían enseñado a usar correo electrónico a una espinaca, que utilizó para advertirles sobre materiales explosivos en el suelo” (311).
Si quedé convencido e incluso entusiasmado al leer las opiniones de Bridle sobre la inteligencia planetaria, sigo siendo escéptico acerca de su definición de solidaridad. Me sorprendió que, si bien hablaba de zoonosis y pandemias, nunca mencionaba los términos “enfermedad” o “patógeno”. Sin embargo, las computadoras, al igual que los animales y las plantas, tienen virus que causan patologías cuando descarrilan sus mecanismos biológicos de replicación y alteran sus modos cibernéticos de regulación. Si necesitamos cuidado y apoyo entre los seres vivos, no es sólo porque debemos prestar atención a la diversidad de formas de ser sino porque debemos remediar la negatividad de las patologías. La inteligencia corporativa no es sólo un “enemigo” (306) contra el que tenemos que luchar mediante una alianza con seres no humanos: es un método para mitigar patologías que pueden haber resultado más peligrosas que las patologías mismas, pero que necesita ser entenderse desde dentro de sus propios fracasos, entre otras técnicas de transformación de enemigos en aliados. La solidaridad, si consideramos la genealogía del término dentro del socialismo francés, es más que una ayuda mutua entre grupos o especies que tienen diferentes formas de vida: es una anticipación de crisis futuras basada en la conciencia de las deudas mutuas entre estos grupos y especies.
En conclusión, si queremos conectar la salud planetaria y la inteligencia artificial, debemos comprender no sólo cómo la aleatoriedad acerca las máquinas a los animales y las plantas, sino también cómo las crisis y los conflictos trazan fronteras entre especies que deberían describirse en su construcción histórica. Desde esa perspectiva, los animales y las plantas no son sólo sensores que informan a los humanos sobre otras formas de habitar el mundo: son centinelas que perciben las señales del enemigo en la frontera entre especies y entre territorios.
Fuente: Somatosphere/ Traducción: Camille Searle