La historia seguirá

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por MARCELO PISARRO

Taylor Swift se mueve como una fuerza de la naturaleza. Pero no del tipo impredecible. No es el huracán que cambia de rumbo a último momento. Tampoco es el terremoto que no avisa. Es la clase de fenómeno que se mide, se calcula, se anticipa. Una fuerza que llega siempre a tiempo. No hay nada salvaje en ella y, sin embargo, es la tormenta que todos miran. El barómetro de una cultura que se encuentra una y otra vez en el espejo que ella sostiene.

Swift no es una persona. Es una estructura. No es una cantante sino un sistema. Una maquinaria precisa de memoria y reinvención, de nostalgia y novedad, que pone en escena la mitología estadounidense con la perfección de un musical de Broadway. Cada álbum es un nuevo acto en la obra más longeva del siglo XXI, que ya no es un siglo nuevo, que ya agotó su primer cuarto y generó sus propios misterios: la historia de una mujer que siempre está en el centro de la historia. La chica de al lado, la amante despreciada, la nerd vengativa, la poeta melancólica, la reina victoriosa. Arquetipos reciclados con la eficiencia del capitalismo mismo, porque eso es lo que ella es: la destilación sociológica del espectáculo pop en el capitalismo tardío.

Esto no es una crítica. O, mejor dicho, no es una crítica moral. No hay nada intrínsecamente malo en ser una máquina bien aceitada. La aspiración estadounidense a la perfección, a la propia optimización, a la producción sin pausa. Taylor Swift es la gig economy convertida en arte, una trabajadora incansable, una marca que nunca titubea. No es una compositora y una intérprete de música. Es una fábrica. Y la gente adora las fábricas.

Su poder no está en su voz; tiene buena voz, pero hay miles como ella. No está en sus melodías, que son pegadizas pero no revolucionarias. No está en sus álbumes, ninguno malo, ninguno regular, todos más que buenos, algunos muy buenos, pero ninguno sublime. Tampoco está en sus letras, aunque se analicen como escrituras sagradas. Ni siquiera en sus canciones, sustituibles. Su poder está en su capacidad de ser protagonista en una sociedad obsesionada con protagonistas. Ofrece la ilusión de que las narrativas personales importan en una época en la que ya no importan, al menos no más allá de su capacidad de ser consumidas. El gran don de Swift es hacer que su propia vida parezca la vida más importante primero de Estados Unidos, luego del planeta, por fin del universo. Eso es lo que se compra: no canciones, no conciertos, no remeras, no pulseritas, sino el derecho a participar en la gran historia en desarrollo del siglo XXI.

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No hay Taylor Swift sin narrativa. La música es secundaria. El producto es Taylor Swift como idea, Taylor Swift como mitología, Taylor Swift como la eterna herida y la eterna victoriosa. Su genialidad está en el equilibrio: siempre el sufrimiento justo para ser relatable, siempre el éxito suficiente para ser aspiracional. La chica de al lado es multimillonaria. La nerd tímida es una mujer de negocios implacable. La eterna desvalida es la dueña del reino. Es una contradicción imposible y por eso funciona. Contiene multitudes, pero no demasiadas. Se reinventa, pero solo dentro de los límites aceptables de la reinvención. Es la clase de impredecible que siempre resulta predecible.

Lo que pone en escena es un ritual de continuidad. O así se lo llamaría en antropología. La ilusión del cambio dentro de los márgenes de la estabilidad. Cada álbum, cada giro estético, cada relación, cada enemistad son ciclos de renovación que mantienen vivo el sistema. Los fans participan descifrando cada pista, cada mensaje oculto, cada referencia. No son solo espectadores, ni siquiera consumidores, sino trabajadores no remunerados en la gran maquinaria Swift. Generan significado, mantienen la narrativa. No escuchan música: sostienen una cosmología.

En parte se trata de una economía semiótica, pero también es una economía de dólares y centavos. Sólo el Eras Tour, la gira que empezó en marzo de 2023 y acabó en diciembre de 2024, generó dos mil millones de dólares de ganancia. Más que las reservas netas internacionales de al menos setenta países. No solo fue la gira más taquillera de la historia de la música, sino también un programa de estímulo económico disfrazado de serie de conciertos: las ciudades competían por su presencia, sabiendo que donde va Swift, va el dinero. Es como si debiéramos reconsiderar, y luego olvidar, todo lo que sabemos sobre las grandes exhibiciones de riqueza que refuerzan el orden social. Swift acciona una redistribución extravagante del capital que, de algún modo, siempre vuelve a su fuente.

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“Es un monumento a la idea de que alguna vez existió un lugar llamado Estados Unidos”, escribieron las musicólogas Mary Fogarty y Gina Arnold: “Recuerda un viejo sueño estadounidense: concursos de popularidad en el secundario, tartas de manzana, chicos de ensueño de al lado y una nación cristiana muy antigua y blanca”. Lleva la bandera estadounidense en su cara, dijo el crítico Greil Marcus: “Labios rojos, piel blanca y ojos azules”. Que haya algo profundamente estadounidense en ella también quiere decir: hay algo profundamente imperial en ella. El control, la disciplina, la expansión imparable. Un dominio que ya no es solo musical, sino deportivo, cinematográfico, político. Ya no es una artista; es una institución. Una máquina de poder blanco más efectiva que cualquier campaña publicitaria o mitin electoral. No hace falta que exija lealtad porque la lealtad es un subproducto natural del mundo que ha construido.

“Me gusta su ideología”, dijo Marcus, nacido en 1945, ante la pregunta de qué le parecía Swift. “Me gustó ‘Shake It Off’ hasta la séptima vez que la escuché, cuando solo oía los estribillos programados cada siete segundos. Usa su dinero con tanta generosidad que te hace preguntar si hay algún límite. Me imagino que seguirá con su música mucho después de que yo ya no esté por acá para escucharla”. Lo cual introduce la pregunta inexcusable cuando se está viendo una obra, cuando se está siguiendo una historia: ¿cómo termina? Porque la máquina no desacelera y, sin embargo, todo sistema tiene un límite, todo imperio presupone su declive. Llegará un momento en que la ilusión de reinvención ya no sea suficiente, en que los ciclos de renovación ya no alcancen.

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Quizás no importe. Quizás ese momento esté a décadas de distancia y, para entonces, otra estructura habrá ocupado su lugar. Quizás Taylor Swift haga lo que ningún otro espectáculo pop hizo antes y rompa el sistema, doble el tiempo, reescriba las reglas. Quizás se desvanezca suavemente, o quizás arda espectacularmente. De cualquier modo, la historia seguirá. Siempre lo hace.

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Observatorio de ciencias antropológicas.

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