por CARLA JONES y JENNIFER WIES
Cada época tiene su historia, pero no siempre la que merece. ¿Cómo podemos percibir las otras historias que circulan sobre el presente? ¿Cómo podría una perspectiva feminista cuestionar las explicaciones que interpretan nuestros mundos? ¿Y cómo podría ayudarnos escuchar esas historias a comprender por qué resulta atractivo imaginar un futuro que sea al menos feminista, si no femenino?
Las antropólogas feministas llevan décadas planteándose este tipo de preguntas. Nuestro campo se inspiró en el movimiento feminista más amplio que saturó las décadas de 1960 y 1970 en toda América del Norte. Las antropólogas feministas produjeron relatos convincentes sobre diversos modos de desigualdad, percepción y subjetividad que configuran lo que significa ser humano. Transmitían la naturaleza fundamentalmente porosa de la individualidad en la raíz de toda socialidad. Las antropólogas feministas estuvieron a la vanguardia de análisis sofisticados de los sistemas de intercambio, la ética, la encarnación, el racismo y el colonialismo. Una razón relacionada por la cual creemos que el análisis feminista se ha vuelto urgentemente relevante en el siglo XXI: su valentía.
Fundada en 1988, la Asociación de Antropología Feminista fue producto de ese momento. Al igual que el movimiento, sus miembros siguen teniendo una variedad de compromisos intelectuales y éticos, pero comparten en términos generales la sensación de que, como describe Anna Tsing, “la teoría feminista no es sólo para mujeres académicas. Si es bueno es porque funciona. No porque las mujeres lo hagan” (2015). En esencia, el pensamiento feminista no requiere ningún punto de vista particular, aparte de estar abierto a la ambivalencia, la vivacidad y las intersecciones. Requiere reconocer compromisos parciales y potencialmente contradictorios. Ser feminista es aceptar con entusiasmo la dificultad y el placer de no tener todas las respuestas.
Estas cualidades surgen y se combinan en una razón relacionada por la cual creemos que el análisis feminista se ha vuelto urgentemente relevante en el siglo XXI: su valentía. Si bien puede que no exista una única perspectiva política que califique como “feminista”, detrás de nuestras muchas voces está la convicción de que hacer preguntas difíciles siempre es mejor que evitarlas. Compartiendo con Audre Lorde la sensación de que “es mejor hablar” (1978), el análisis feminista es audaz porque simplemente pedir, a veces amablemente y a veces no, una plataforma para las preguntas que formulamos puede seguir siendo una idea radical. Si, como observó Mary Steedly, lo efímero se produce socialmente, entonces buscar una manera de hablar y, más importante aún, de ser escuchada, puede ser una tarea interminable (1993). Eso no significa que debamos dejar de intentarlo.
Las intervenciones feministas requieren la misma valentía que han implicado actos de heroísmo más celebrados, más públicos (y a menudo masculinos). Quizás requiera aún más, porque exige no sólo no saber lo que una podría encontrar, sino también el riesgo de que ese descubrimiento cuestione el mundo que una conoce. Podría requerir la posibilidad, como argumentó Saba Mahmood, de que nuestros análisis “puedan llegar a complicar las visiones del florecimiento humano” que creemos conocer (2005). ¿Podemos imaginar un mundo en el que el relativismo cultural no sea la única alternativa al poder? ¿Percibir nuevas formas de sentimiento o vulnerabilidad puede negar el orden de las cosas? ¿Cómo podríamos concebir otras formas de socialidad? ¿Cuáles son los fundamentos conceptuales de la justicia? ¿Las historias de quién cuentan a la hora de preguntarse sobre estas cuestiones abstractas?
Confiar en nuestras historias es un componente fundamental de ser feminista, y los antropólogos son muy buenos en eso.
Imaginar un futuro feminista requiere una simple pero rara insistencia en que escuchar verdaderamente otras perspectivas puede ofrecer un camino para responder algunas preguntas importantes.
Fuente: AAA/ Traducción y edición: Alina Klingsmen